Continúa el confinamiento y continuamos en casa, pero también seguimos investigando sobre Toledo y recuperando viejas historias y leyendas. Hoy les ofrecemos una nueva versión de la famosa leyenda de la Cueva de Hércules, una de las leyendas que siempre narramos en nuestra ruta de leyendas y que encanta a turistas y toledanos ya que habitualmente la ubicamos en el espacio donde según las crónicas pudieron estar el famoso palacio y cuervas de Hércules. Lo cierto es que esta nueva versión titula a esta leyenda como “La torre encantada de Toledo” y lo interesante de la misma es que en ningún momento se nombra al famoso Hércules, por lo tanto es una versión muy distinta a las que ya conocemos.
La obra donde aparece es un libro impreso en 1846 en Toulouse titulado L’Espagne historique, littéraire et monumentale y su autor fue Paul Augustin Gauzence de Lastours. Es interesante señalar que el libro está impreso a dos columnas, la de la izquierda en francés y la de la derecha en castellano. El autor además de hablar de varios aspectos históricos y monumentales de España, incluye cinco leyendas siendo una de ellas (páginas 58 a 64) la titulada “La tour enchantée de Tolède”, es decir “La torre encantada de Toledo”. Y aunque no aparezca ninguna referencia a Hércules y al conjunto de cuevas y subterráneos que éste pudo crear bajo el subsuelo de Toledo -como afirman otras tantas versiones-, es cierto que sí aparece una cueva situada “a un cuarto de legua de Toledo, hacia el oriente“, donde hay coloso de piedra que la custodia o protege. Hay similitudes con algunas de las versiones que ya conocemos, pero en la leyenda que hoy recuperamos se nos muestra la corte de don Rodrigo, su estancia en Toledo y el destino fatal que aguardaba a los visigodos y al propio rey.
Otro dato interesante de esta versión, es que finaliza con un romance titulado “Romance del rey Rodrigo”, el cual pone el colofón a la historia, aportando unos versos que cuentan el final de don Rodrigo y lo apenado que queda cuando descubre lo sucedido al haber profanado la famosa cueva.
Les ofrecemos esta leyenda para que en estos días de reclusión podamos redescubrir todos esta interesante historia, que si bien no es completamente novedosa, sí ofrece otro punto de vista a este relato centenario. Sigan en casa, cuídense y mientras tanto disfruten de esta historia:
Escucha la leyenda grabada por José García Cano en el siguiente reproductor:
Hay horas de curiosa ociosidad en que se desea escuchar y leer los cuentos maravillosos de los pasados tiempos. La imaginación despertada se entrega por sí misma, y se deja arrebatar por la crédula sencillez e ingenuidad de los cronistas en sus narraciones, ya graciosas y llenas de dulzura, ya sombrías y terribles por un patético imprevisto. Sin temor ni repugnancia entramos en el círculo mágico que su vara encantada nos ha trazado y nos hacemos cómplices de sus inocentes mentiras, arrastrándonos agradablemente, a su arbitrio, a aquéllos paraísos deliciosos, mansión de juventud inmortal, del amor y de la beldad, o bien hacía las regiones tristes y melancólicas, donde el alma desterrada llora eternamente.
Estas diferentes creaciones fantásticas confirman la necesidad que experimenta el corazón de engrandecer el dominio de la existencia, y de penetrar en lo infinito, que es la esperanza de los buenos y el espanto de los malos. Se diría que el pensamiento busca en todo tiempo una sanción a las obras terrestres; así es, que tanto en las leyendas del norte, graves y contemplativas, como en las relaciones más animadas, más ricas de colores, y más ostentosas del oriente y del mediodía, descubrimos siempre la misma necesidad imperiosa de sondear los misterios de lo que es desconocido, a fin de enlazar a esta vida transitoria otra mejor vida. El alma se complace en las imágenes que el espíritu inventa, y la realidad pierde sus espinas más dolorosas, cuando las ocultamos bajo el manto brillante de la ilusión poética; he aquí lo que me determina a ofreceros hoy esta antigua relación, tomada de uno de los libros poco conocidos que los árabes dejaron a la España restaurada por varones santos y héroes cristianos.

Había pues fiesta, dice el Moro Albucacín, en el palacio real de Toledo, el noveno día del mes de Schewal, año 91 de la égira de Mahoma. Los más fragantes y aromáticos perfumes ardían en vasijas de oro y mil hachas odoríferas iluminaban los extensos jardines que adornaban y guarnecían el Tajo. Grandes y espaciosos salones estaban llenos de nobles doncellas, festivas y alegres, con rostro blanco y ojos encendidos, y de magníficos señores que llevaban togas romanas y brazaletes de oro; todos se hallaban reunidos allí para divertir y solazar al voluptuoso Rodrigo, rey visigodo que hacía cuatro años se había retirado de los ejércitos del campo de batalla, para gozar de los pasatiempos y recreos del serrallo. Cerca del trono resplandeciente de zafiros y esmeraldas se veía sentada, con resignación, a la bella Egilona su esposa. Los nobles visigodos, a ejemplo de su señor, se cuidaban poco de las justas y combates y solo rivalizan en humillación y bajeza, mientras que sus hijas pretendían con empeño el vergonzoso honor de reemplazar en las afecciones del monarca a la reina abandonada… Había fiesta en el palacio de Toledo, y sin embargo el hambre y la peste entregaban la España a la desolación, y por espacio de dos años se repartían en este país marcado con el sello de la maldición. El rey parecía querer insultar las calamidades públicas, pasando sus noches en largos festines, y sus desórdenes recordaban los banquetes y comilonas monstruosas de los últimos emperadores de Roma.
En la puerta del palacio un rey de armas dirigía por intervalos a la multitud silenciosa de estas palabras: ¡Gloria al hijo de Teodofredo! ¡Gloria a Rodrigo feliz y poderoso! Pero ¿es acaso feliz el rey Rodrigo en su soberbio palacio de Toledo? Ah ¡Existen profundos misterios en la vida de los hombres que el vulgo admira y sobre todo en la de los reyes!
En medio de todos los concurrentes que le prodigan sus lisonjas y adulaciones, el rey queda taciturno y pensativo. Alá acaba de enviarle una cruel visión: en el seno de la magnificencia que le rodea, se han presentado a sus ojos los crímenes de su reinado, creyendo ver las cabezas amenazadoras de sus ilustres víctimas, el cadáver de Favila al lado de Vitiza ciego y de Florinda entregada a la afrenta y al oprobio. La muerte vino aquél día a llamar a la puerta real con este lúgubre cortejo de homicidios y graves atentados, y con todo, la fiesta continuaba en el palacio de Toledo, mientras que Dios pesaba en la balanza de su justicia las obras del hombre, dejando ya caer de su mano poderosa el azote de la venganza.
Siniestros presentimientos ocupaban de esta manera el corazón del rey Rodrigo, cuando la veloz carrera de un caballo de guerra resonó en el primer patio, casi al mismo instante un soldado cubierto de polvo y rendido de la fatiga y cansancio de una larga travesía se presentó a la multitud sorprendida; se adelanta lentamente entre los murmullos de los cortesanos hasta el pie del trono, e inclinándose delante del rey: Señor, le dijo, traigo de la Andalucía un triste mensaje : los hijos de Vitiza, Evia y Sizebut, han huido al África, cerca del conde Rocilla que les ha abierto las puertas de Tánger. Esta noticia llenó de terror y espanto a todos los cortesanos, pero Rodrigo guardó su silencio feroz y derramando sobre la asamblea una mirada de sombría cólera, como si interrogase la fidelidad y sumisión de sus ricos señores, vio pintada la consternación en casi todos los semblantes, pues aunque un corto número de nobles acudieron alrededor del conde Teodomiro y de don Sánchez, las dos columnas más firmes del trono conmovido, los demás se alejaban ya del palacio que abandonaba la fortuna. A penas el príncipe había vuelto en sí de su estupor, cuando un segundo correo anunció la rebelión de Julián y la traición de Opas, y otro enseguida la entrada de los moros en Gibraltar. Eran demasiados reveses e infortunios juntos para un rey que desde mucho tiempo tenía olvidados los nobles combates; pues pagaba en un momento toda su anterior felicidad. Sin embargo, su alma no se abatió, encontrando todavía en el exceso de sus desgracias la resolución y audacia de arrostrarlas, y la esperanza de vencerlas, pues el jefe visigodo era valiente y la España había proclamado una y muchas veces sus proezas de guerra.
Mandó pues desde luego sus generales reunir tropas, y marchar al enemigo, mientras que él mismo en persona se preparaba a socorrerlos. Pero ¡qué puede el valor humano contra los decretos de la suerte! El rey no conoce aún toda la extensión del peligro que le amenazaba, la traición le rodea y ha penetrado hasta en su morada, pues al mismo tiempo que llegaban a la corte funestas noticias, los sublevados expedían mensajes secretos al traidor Toriso. Este consejero íntimo de Rodrigo se había unido a los descontentos con las miras de colocar en el trono a los hijos de Vitiza, y una vasta conspiración tendía en la sombra, alrededor de Rodrigo, su lazos y redes mortales. También reinaba entre los conjurados el júbilo y la alegría, pero era la alegría fría y silenciosa del crimen que triunfa, en medio de los terrores que le acompañan.
El desventurado príncipe, perdidas ya todas sus fuerzas por las violentas emociones de esta aciaga ocasión, se había retirado a sus aposentos, pero en vano buscó el reposo. El insensato que no había sabido prever el peligro, se encuentra desarmado, cuando él amenaza su cabeza. El tesoro real se había agotado en las prodigalidades de una corte corrompida; las plazas de guerra fueron desmanteladas por sus órdenes y la población ignominiosamente desarmada. Él se ve colocado entre una nobleza irritada y recelosa, un clero que ha perseguido, y un pueblo que solo conoce al rey por las calamidades y desastres de su reinado. Rodrigo, dominado sucesivamente por la cólera y el espanto, marchaba a grandes pasos, sin poder fijar sus dolorosas irresoluciones; acometido de una congoja inexplicable, tuvo miedo de su soledad y levantó los ojos del cielo, como para implorar su auxilio, pero hasta en el aire había terrores. Nubes negras pasaban lentamente sobre la ciudad, El Tajo formaba gran ruido en su lecho y ni una sola estrella brillaba en el firmamento. Las hachas despedían de tiempo en tiempo sobre los objetos una luz pálida y lívida en que se representaban sombras amenazantes. El rey, de quien se había apoderado un temor sobrenatural, se refugió a su lecho real, pero no halló más que un sueño agitado y angustioso. Los remordimientos tenían su alma despertada, y su acalorada y delirante imaginación creaba espantosas realidades, moviéndose convulsivamente bajo la fuerza y poder de una catástrofe inevitable. En medio de los apuros y ahogos del alma profética con que la noche acompaña sus misterios, él creyó ver levantarse delante de sí un enorme espectro que poco a poco tomó la forma de un guerrero armado de todas piezas. Un casco de cobre ocultaba sus facciones, y solo dejaba ver dos ojos fijos en su órbita inflamada; en su mano llevaba una fuerte porra y en su coraza brillaban emblemas misteriosos. ¡Espíritu del cielo o del infierno! Gritó el rey en el exceso del asombro, ¿qué vienes a anunciarme? Yo soy, respondió el fantasma, el genio de tu raza y te espero mañana en la torre encantada; al acabar de pronunciar estas palabras, dio un golpe con su terrible porra en la tierra que se entreabrió y desapareció.
Cuando Rodrigo se despertó, estaba cubierto de un sudor frío y la tempestad bramaba todavía en su alma conmovida; pero el cielo no tenía más funestos presagios. Las nubes se habían disipado y la risueña aurora aparecía en el oriente. El príncipe que se hallaba bien distante de conocer todos sus enemigos, hizo llamar al pérfido Toriso, le comunicó los mensajes que había recibido y hablándole detenidamente de sus peligros y temores, acabó por pedirle su parecer sobre la extraña aparición de la noche. El sagaz y astuto consejero lo tranquilizó en cuanto a las contingencias y riesgos del Estado y le persuadió a abrir la cueva fatal donde, según las tradiciones populares se encontraban los tesoros de los primeros reyes visigodos. El incentivo del oro enardeció la codicia del rey, y dominó sus terrores: y creyendo que aquella extraña visión era advertencia saludable, resolvió probar la apuesta y comprometida aventura.
Como a un cuarto de legua de Toledo se elevaba hacia el oriente, en medio de la soledad, una vieja y temida torre de imponente arquitectura, aunque amenazando ruina. Cerca de su base había una cueva formada en la roca, y la puerta, hecha de una sola piedra, se abría y cerraba con goznes invisibles que le daban movimiento, sujetándola por fuera fuertes cerraduras, barras traveseras y cadenas. En el arco de encima se leía una inscripción en lengua oriental, la cual decía que el rey que abriese aquella puerta, encontraría adentro bienes y males. Muchos príncipes visigodos habían ya intentado penetrar en las misteriosas profundidades de la vieja torre, pero espectros amenazadores y visiones terribles habían hecho retroceder a los más osados, y aún algunos de los que llegaron a introducirse en ella, habían caído muertos repentinamente. Así es, que cada nueva tentativa aumentaba los terrores populares y como para romper el encantamiento, se esperaba la llegada del príncipe designado en la inscripción; nadie se atrevía a aventurarse en las cercanías del opaco y oscuro edificio, cuya temida puerta cubrían y ocultaban las grandes hierbas y zarzas que habían crecido a su alrededor.

Rodrigo, poco inquieto de los inconvenientes que le mostraban sus cortesanos, hizo construir una senda hasta la puerta fatal, cuyas cerraduras dispuso se rompiesen, pero apenas había dado la orden, cuando las cadenas y cerraduras cayeron por sí mismas y la cueva apareció sombría y terrible. Este prodigio llenó de consternación a los más intrépidos servidores del rey, solo él quedó inmóvil de pie, cerca de la entrada fatídica, desde donde lanzaba miradas de desprecio a su azorada y trémula comitiva y arrebatando una hacha de las manos de uno de ellos, se arrojó en las honduras de la caverna, pues conocía que había llegado uno de aquellos momentos decisivos y supremos de la existencia, en que el hombre debe mirar su destino frente a frente.
Por mucho tiempo le fue imposible volver en sí de la enajenación de sus sentidos en las encrucijadas y vueltas enredadas y estrechas del laberinto. Avanzando siempre a pesar de los ruidos extraños que herían su oído, percibió desde luego una mezcla confusa de suspiros y sollozos, de voces ásperas y desabridas, de gritos que estremecían y de risas vivas y penetrantes. Grandes sombras, de formas fantásticas y extraordinarias, se elevaban súbitamente a su paso, saludaban la venida, y desaparecían de sus ojos. Rodrigo seguía adelante, sin embargo, desde esta mansión de los espíritus, marchando sin obstáculo por medio de un vapor denso y espeso, hasta que llegó a un gran sala cuadrada que no tenía salida. Entonces levantó su hacha que volvió a tomar su esplendor, y pudo examinar el lugar donde se encontraba. En el centro de esta sala se elevaba una estatua colosal, cuyo pie descansaba en un trozo de columna. El rey reconoció con asombro el fantasma que se le había representado la víspera; pues aún conservaba en su mano la terrible porra con que golpeaba la tierra con un estrépito horroroso. El hijo de Teodofredo se prosternó delante del espectro, suplicándole le personase su temeridad, y le relevara el destino de su vida. Al instante cesaron los golpes que la aparición daba con la porra, pero ella quedó muda. Rodrigo algo más sosegado recorrió la maravillosa sala, y ocupando únicamente su espíritu de los tesoros que se le habían anunciado, examinó con atención los objetos extraordinarios que contenía, y echó de ver en el lado izquierdo de la estatua ésta fatal inscripción: Tú serás despojado por naciones extranjeras, tu pueblo recibirá un largo castigo. Cerca del hombro se hallaban escritas estas palabras: Yo llamo a los árabes. Y sobre la coraza: Yo cumplo con mi deber. En la bóveda de este lugar terrible estaba suspendido un globo, de donde salía un ruido semejante a los bramidos del mar enfurecido.
Rodrigo consternado a la vista de estas imágenes espantosas, se retiró lleno de horror. Con todo, el orgullo del soldado luchaba todavía y cuando se presentó en medio de los suyos su semblante era más bien desdeñoso que abatido. Él mandó cerrar la puerta de la cueva, y entró en su palacio, sombrío y silencioso.
En medio de la noche, añade el cronista, toda la comarca fue alterada y conmovida por ruidos extraordinarios, oyéndose por los aires voces lúgubres, interrumpidas por gritos agudos y penetrantes, semejantes a los silbidos de las serpientes. La ciudad de Toledo se despertó de repente, pero los habitantes no se atrevieron a salir de sus casas. Después tembló la tierra, y la vieja torre por un grande y violento sacudimiento cayó con un horrible estrépito, extendiéndose a lo lejos del campo sus escombros y ruinas. El rey consultó inútilmente a los doctores y mágicos, pero sus interpretaciones solo sirvieron para aumentar los terrores de su alma; un año después de estos acontecimientos perdía la corona y la vida en las márgenes del Guadalete. Las aguas de este río conducían al océano los cadáveres de sus soldados muertos sin defensa.
La España estaba conquistada; el árabe hollaba la cruz del Redentor y Muza recorría las poblaciones sometidas, en el carro de oro de Rodrigo. El bardo español, retirado en los altos y escarpados montes, cantaba para la posteridad las últimas desgracias de la heroica raza de guerreros visigodos.

ROMANCE DEL REY RODRIGO
Las huestes del rey Rodrigo
desmayaban y huían,
cuando en la octava batalla
sus enemigos vencían.
Rodrigo deja sus tierras,
y del real se salía:
solo va el desventurado
que no lleva compañía.
El rey va tan desmayado,
el caballo de cansado
ya mudar no se podía,
camina por donde quiere,
que no le estorba la vía.
El rey va tan desmayado,
que sentido no tenía;
muerto va de sed y hambre,
que de velle era mancilla;
y va tan tinto de sangre,
que una braza parecía,
las armas lleva abolladas,
que eran de sangre perdida;
la espada lleva hecha sierra,
de los golpes que tenía;
el almete de abollado
en la cabeza se hundía,
la cara llevaba hinchada
del trabajo que sufría.
Subióse encima de un cerro
el más alto que veía:
desde allí mira su gente
como iba de vencida.
De allí mira sus banderas
y estandartes que tenía
como están todos pisados,
que la tierra los cubría.
Mira por los capitanes
que ninguno parecía,
mira el campo tinto en sangre
la cual arroyos corría.
El triste de ver aquesto,
gran mancilla en sí tenía,
llorando de los sus ojos
desta manera decía:
Ayer era rey de España,
hoy no lo soy de una villa;
ayer villas y castillo,
hoy ninguno poseía:
ayer tenía criados,
y gente que me servía,
hoy no tengo una almena
que pueda decir que es mía,
desdichada fue la hora,
desdichado fue aquél día
en que nací y heredé
la tan grande señoría,
pues lo había de perder
todo junto y en un día.
¡Oh muerte! porque no vienes
y llevas esta alma mía
de aqueste cuerpo mezquino,
pues se te agradecería.
-Fuente: L’Espagne historique, littéraire et monumentale (M.P.A. Gauzence de Lastours). Toulouse, 1846.
José García Cano. 06/04/2020