Como en otras ocasiones, el desprecio de un gobernante hacia los consejos de un anciano supone una gran pérdida para Toledo. Más sabe el diablo por viejo que por diablo. Una leyenda de los últimos días de la dominación árabe de Toledo, reconquistado en 1085 por Alfonso VI.
Parte I
Dormía la vieja sultana, acariciada por las ondas rumorosas del Tajo que, amante rendido besaba sus muros negros: y en el silencio de la noche, lleno de misterio y poesía, era su arrullo como un canto a sus grandezas, digno de las ondinas de perlinos dientes, y cabellera como candela que moran bajo la linfa bulliente, tejiendo el encaje primoroso, e impoluto, de sus espumas…
¡Toledo!, la virgen sarracena, de alma de fuego y pupilas abismáticas, dormía: y el turbar su sueño, hubiera sido un sacrilegio. La Luna dejó asomar su brillante hoz de plata, por entre un rompimiento de nubes, y los ojos, ávidos de maravillas, sorprendiéronse ante las magnificencias que contemplaban en la quietud de la silente noche.
De un lado, el río, destrozándose por entre las peñas, desgranando su ronca serenata, y guardador de ignorados secretos de amor y odio, bajo sus aguas frías; de otro, las murallas de la Ciudad Única, testigos mudos, del valor de una raza indómita y fuerte , como las rocas ingentes de sus montañas ásperas; y en último lugar , el castillo llamado de San Servando, genízaro de piedra, cuya mole augusta, se destacaba llena de misterio en las sombras nocturnas…
Parte II
Dos personajes envueltos en blancos alquiceles, atraviesan el Zoco, y bajan en derechura a la puerta de Doce-Cantos: viejo, el uno, con luenga barba, y grande cabala al cuello en señal de Faquir: joven, el otro, de algunos veinte años de edad, en cuyo mirar veíase retratado todo el fuego de su alma sarracena, y llevando pendiente de un ancho tahalí, corvo alfanje, que, a los rayos de la Luna, lanzaba centelleantes reflejos.
Los centinelas de la puerta de Doce-Cantos, dejáronles pasar, besando antes las vestiduras del viejo, en señal de respeto y veneración. Camino de los palacios de Galiana —seguramente
conocidos por otro nombre en aquella época— dirigían sus pasos: el más joven, rompió el silencio.
—¿Qué es lo que a tu corazón pasa, viejo Al-En-Din? ¿Por qué estás triste? ¿Acaso yo, mi buen maestro, y confidente de todos tus secretos, tengo que ignorar el nuevo que a tu pecho oprime? ¿Qué desgracia martiriza tu alma, siendo como eres predilecto de Aláh?
—Calla Ali, hijo mío: ya sabes que nunca te oculté nada; más lo que hoy pesa sobre mi corazón, es un secreto que no puedes saber, hasta que yo haya hablado con el Sultán: más ten
por seguro, que, al conocerlo, sufrirás como sufro yo ha unos días.
Ha sido en sueños donde he visto su sombra veneranda; pero tiene que cumplirse fatalmente la predicción, porque así consta en el libro santo de las Estrellas y los Rasiles.
—Y tiene que saberlo el Sultán antes que nadie—preguntó Ali?
—¡Sí!—contestó el viejo—; después que él lo conozca, ¿qué me importa a mí decirlo? Se me oprime el corazón a la sola idea del abandono de mi Mezquita; ya no resonará mi voz desde los altos minaretes, convocando a la oración, ni se oirá el repetir de las suras, junto al mirabh de oro.
—¿Qué dices?—interrogó Ali sobresaltado: — ¿quién ha de ser el atrevido que ponga sus
manos en el interior de la Mezquita, si no son otros que tú y yo? Y al decir esto, acariciaba
nerviosamente el puño de su alfanje, despedían sus ojos chispas de odio, y en su alma levantóse un tremendo torbellino: toda la energía y la bravura de su raza salvaje.
Dime, dime quién es — prosiguió Ali furioso,— y si por acaso fuese el Sultán, al Sultán bañaría en su propia sangre, aunque para hacerlo, tuviera que pasar por los cuerpos ya exánimes de sus odaliscas y favoritos.
—Calla, hijo mío, replicó el viejo: mañana, que digo mañana, esta misma noche, sabrás el secreto, después que yo hable con él; tal vez él tenga alguna culpa, pero no toda; han sido sus antepasados, y aún sus propios favoritos, que han desoído mis palabras, albergando aquí, en nuestra Ciudad Santa, a un Príncipe cristiano.
Parte III
Lo que pasó entre el viejo Faquir y el Sultán, no consta en los empolvados cronicones de aquella época: Sábese, y ciertamente, que, el Sultán en un principio, no hizo gran caso de lo que aquél le dijera.
Mediaron pocas palabras.
— ¿Decís,—preguntó el Sultán—que Abuna-saral- Yedah, se os ha aparecido?
—¡Señor!, mis labios jamás han mentido; demacrado tenía el semblante, y una nube de tristeza pesaba sobre él.
—¿Y se ha de perder la Ciudad, cuando su sombra se aparezca en el Castillo?
—Así está escrito en el libro santo de las Estrellas y los Rasiles. Tres días después de su aparición, los cristianos tomarán la Ciudad.
—No creo en tales patrañas, añadió el Sultán contrariado por las afirmaciones del viejo, mientras que gozaba en chupar de un narguile, a través de cuya goma aspirábanse delicados y voluptuosos perfumes; mañana—añadió ásperamente— volveré a la Ciudad, y por la noche, vigilaremos los dos la muralla que da frente al Castillo: Quiero ver por mis propios ojos la sombra del Faquir; y diciendo esto, despidióse de Al-En-Din, no sin antes haber temblado ante su mirada, fría como la hoja de un yatagán.
Parte IV
Durante tres noches consecutivas, dejóse ver en el muro del E. del Castillo, una sombra extraña, con turbante blanco y alquicel bermejo como la sangre.
Las predicciones del viejo, se cumplían: y el Sultán, temeroso de lo que ocurrir pudiera, reunió a los más famosos Capitanes, haciéndoles partícipes de tan fatal noticia.
Al segundo día, prefijado por Al-En-Din, llegaron malas nuevas al Sultán: un ejército numeroso, a cuyo frente iba el rayo de las batallas, Rodrigo de Vivar, el Cid, adelantábase hacia Toledo, talando los campos, y con ánimo de apoderarse de ella.
Y por la mañana del cuarto día, después de un combate terrible en que, por ambas partes hiciéronse prodigios de valor, el ejército cristiano, con Alfonso el VI, su Rey, llevando a la diestra al Cid, penetraba en la Ciudad (26 de Mayo de 1085).
Parte V
Ya no sonaban en su interior, adufes y dulzainas en señal de regocijo, sino en señal de duelo; ni tampoco desde el alto alminar de la Mezquita, llamaba el Muezzin al pueblo, para repetir las líricas aleyas.
La sombra del Faquir, anunció la pérdida de Toledo, como centurias después el Iluminado de Granada, anunciara la de esta ciudad.
Texto original: Vicente Mena Pérez. “La sombra del Faquir”. Toledo, revista de Arte. Año VIII, núm. 184. Junio de 1922 (enlace)
Vocabulario:
- Adufe: pandero morisco.
- Alquicel: Vestidura morisca a modo de capa, comúnmente blanca y de lana.
- Linfa: agua.
- Jenízaro o genízaro: soldado de infantería, y especialmente de la Guardia Imperial turca, reclutado a menudo entre hijos de cristianos.
- Yatagán: Especie de sable o alfanje que usan los orientales.