La leyenda de Toledo que a continuación compartimos se puede narrar junto a la Iglesia de San Justo, en la toledanísima plaza del mismo nombre. Un cadete de la Academia de Infantería fallecido muy joven, con 23 años en el Desastre de Annual, la escribió en 1918 en la revista de arte “Toledo”.
Una típica leyenda de amoríos toledanos escrita en la revista de arte Toledo en 1918 por el cadete de la Academia de Infantería Leopoldo Aguilar de Mera. Muerto con tan sólo 23 años en el Desastre de Annual, dejó un buen puñado de leyendas de Toledo a su paso por nuestra Academia. Buen conocedor de la ciudad en el poco tiempo que estuvo (repitió un curso probablemente por su afición a callejear y a redactar textos para la prensa local) su prematura muerte en acción de guerra probablemente supuso una importante pérdida para las letras españolas.
Leyenda de Gil de Gracia. Toledo.
Nadie como Gil Gracia había sabido en la iglesia de San Justo huronear las repletas faltriqueras, alabar no nacidas donosuras ajenas, y, sobre todo esto, hacerse pasar por sacristán benditísimo, decrépito por el cilicio y la abstinencia (que no por los vicios), extraño a toda avaricia, de corazón blando y servidor de,la iglesia, que jamás mostró en su juboncillo los restregones de la cera bruscamente rapada y escondida.
Para él, todas las devotas que ni un mal doblón le propinaban, eran frías en devoción y parcas en fe, así como eran santas,y benditas las menos cautas que llenábanle la faltriquera de doblas, cosa ésta que él pregonaba voz en grito para hacerse más adeptos, que así encontraba almas tan pobres que, por disponer de un favorable juicio de Gil Gracia, eran capaces de desprenderse de aquello que les dolía tanto como si les arrancasen pedazos de carne con tenazas ardientes.
Placíase el sacristán en esperar a la entrada del templo a las generosas, ayudándolas a descender de la litera si eran encopetadas y de rango, o a subir la escalinata del templo a las más pobres que no habían de lujos cortesanos; por el contrario, era cruel hasta la exageración, implacable en el odio, sañudo en el menosprecio y la venganza de aquellas otras mujeres que, más miserables o menos incautas, sabían disculparse de la ofrenda, bien seguras de que Dios lo tendría a buena cuenta.
Era entre estas últimas, D.ª Paula de Alvardino, la devota que más ganaba los odios del sacristán, pues ni una sola vez se hubo permitido la debilidad de engrosar sus ahorros; de ello procuraba vengarse Gil Gracia, mas todo lo que intentaba resultábale en falso, ya que D.ª Paula no parecía darse cuenta de por qué su reclinatorio aparecía todos los días lleno de polvo y gotas de cera, por qué Gil Gracia no la abría la puerta al salir, no obstante estar junto a ella, así como su insensibilidad ante sus arranques descorteses que él procuraba hacer en
cuanto ocasión tenía.
De todo esto resultó, que, como el sacristán era vengativo, y tan desmedrado de cuerpo como de ánima, la ira comenzó a concentrarse en su pecho, con lo que era de esperar que un día estallase, ni más ni menos que a fuerza de golpes estallan los vegigónes de las gigantillas contra las melenudas cabezas de los pajes en el día de Nuestra Señora del Sagrario, que por todos ruegue desde su trono de oro y nubes, plata y estrellas, ópalos y sol, ya que todos bien necesitamos de ello…

II
—Sea, pues, así, mi buena señora D.ª Paula; si el caballero la quiere y Dios ha de mediar en sus desposorios, cúmplase la voluntad del Altísimo, que ni la pobreza ni el plebeyismo son murallas al Amor, y así los salta y llega a donde quiere.—
El párroco de San Justo dió a sus frases una entonación grave, mientras afianzaba bien sus gafas de oro que temblaron a sus ademanes.
Diciendo esto, dio la mano a la venerable D.ª Paula, la cual la besó con unción postrándose en los escalones de la sacristía.
Hacía un buen rato que había terminado la novena y que D.ª Paula entró de consulta con el padre de las almas, y así, la iglesia estaba desierta y casi a obscuras.
De un ángulo de la nave, donde semiesfumada en las sombras se advertía una silueta, llegaba un nervioso tintineo de llaves.
Gil Gracia, que no otro era la sombra misteriosa, harto ya de esperar a quien tanto odiaba, hubo de mascullar rencorosamente:
—¡Ah, astuta vieja! ¡En negocios de amores, a lo que veo! Y mientras salía pausadamente tras ella, su frente se crispó a la presencia de un luminoso aunque negro pensamiento de venganza…
III
Tenía D.ª Paula una hija, garrida y moza, y tan bella, que de haber aceptado en perjuicio de su honra, lo que se le ofrecía en bien de su pobreza, ya pudiera morar en cualquiera de esos suntuosos palacios de Valdecaleros, ir a misa en litera, y alumbrarse de noche con antorchas llevadas por rodrigones.
Mas he aquí, que tanto tenía de bella como de virtuosa y recatada, cosa esta que llegó a exasperar a más de un hidalgo que en vano rondó su casa, colgó a su ventana flores y aun la envió vistosos presentes.
Un día, presentóse en la ciudad un caballero que de las Galias venía, y siendo gran devoto y cristiano, visitó como peregrino las iglesias de la ciudad.
En una de ellas, tuvo la fortuna de encontrar a Isabel (que este era el nombre de la bella como casta doncella), y tan prendado quedó de su hermosura, que, con ser ya maduro y estar harto de tas mieles del Amor, dióse a rondarla con donosos galanteos, cual si acabara de dejar el aula y quisiera dar gusto a la lengua, quitándola el mal sabor de los latines Ella, dióse bien pronto cuenta de lo que pasaba, pues acostumbrada estaba a verlo cada día y apenas lo percibió, cerró puertas y ventanas cual si girara la veleta de la torre anunciando el huracán.
Así creyó Isabel hacer desesperar a quien, como a todos, supuso rondador de su cuerpo, que no de su espíritu; mas tal no lo hubiera seguido haciendo si, desvelada por algún mal sueño, hubiérase asomado a la ventana, que entonces habría visto a D. Fernando de Hinestrillas (nombre del enamorado caballero), tal como una sombra de la misma noche engarzada en el muro vecino, impávido, hasta que las primeras luces del día le ahuyentaban como a las sombras mismas…
Y un día, presentóse D. Fernando en casa de D.ª Paula, y todo confuso, pero con el aplomo de quien anda por buen camino, la suplicó la mano de su hija, ante el altar de Dios, y a presencia de los hombres…
Mucha, sorpresa y no menos duda experimentó la buena señora, y así, temiendo alguna trama del diablo que hilvana comedias con epílogo de dramas en la escena de la Vida, dió a D. Fernando una tregua de espera al fin de consultar con su conciencia.
Y expuso el caso al cura de San Justo, que, buen conocedor de las almas, dióla el consejo que nosotros sorprendimos, y con nosotros, el rencoroso Gil Gracia, encarnación del diablo en esta singular historia que nos ocupa, famosa en todos los tiempos en que fué contada, como ahora yo la cuento para escarmiento y ejemplo de los que han un trozo de piedra en el lugar del corazón…
Ante el consejo del anciano sacerdote que era santo y por demás sabio, pues que el temor de Dios es el principio de la Sabiduría, D.ª Paula no dudó en poner en discretas relaciones a su preciada hija con aquel no esperado y perfecto caballero.
Y esta es la hora en que ambos andan con dulces siloquios de reja a calle y de calle a reja, y es la hora también en la que Gil Gracia prepara algo que ha de sonar tanto como el esquilón de la torre al empuje de su mano en las benditas mañanas pascuales…

IV
—Y verás cómo las palomas descienden desde las almenas de mármol a beber en los transparentes senos de mis lagos; tú has de gozar de todo el encanto de mis jardines que fecunda el Ródano; se abismará tu vista ante los valles oscuros, llenos de cipreses y sauces, ante las montanas rocosas donde los pinos se retuercen, ante las cumbres plateadas, donde todas las tardes se acuesta el sol.
Morarás en mis palacios lacustres, que en las aguas azules se sustentan con basamentos de pórfido y cupulillas de oro; allí los cisnes inmaculados y las flores de loto, las góndolas de marfil y las palmeras doradas…
Don Fernando de Hinestrillas dialogaba apasionadamente con Isabel, que, a través de los barrotes de la reja gótica, como un sueño, le escuchaba.
—Tengo—continuaba—un castillo de mármol con cúpulas de cristal y cimborrios de oro; en sus almenas, se engarzan las nubes y duermen las águilas; en sus hondas bases, hay ricos tesoros acumulados por mil años de guerras y conquistas; tuyos serán los riquísimos patrimonios de los príncipes árabes, los suntuosos, tabernáculos hebreos donde se esconden las perlas de las Indias y los topacios de Oriente; hundirás el alabastro de tus brazos en montones de amatistas que son como hogueras milagrosas que deslumbran y no abrasan…
Era la dulce hora de los sueños no interrumpidos y las bellas promesas. Entre dos torres del Alcázar, asomaba la luna, tal como una
Hostia entre dos gigantes candelabros de piedra…
El Tajo cantaba las leyendas no escritas.
Y Toledo estaba como pincelado de azul.
V
Cuando aquella noche, ya bien cerca de la madrugada, se retiraba D. Fernando, vio un bulto que saliendo de entre las sombras de un estrecho pasadizo se dirigió a él.
Un tanto temeroso, puso su mano en la empuñadura de la espada y esperó.
—Recibid con paz a quien con paz se os acerca—dijo la misteriosa aparición, que no otra cosa parecía—. Perdonad añadió —que os detenga en vuestra marcha para que me saquéis de una duda que ha tiempo me tiene en angustia.
—¿Sois caballero?—interpeló D. Fernando.
—Lo soy como vos y por eso os hablo.
—Hablad, pues, que yo os diré cuanto sepa y pueda poner en evidencia mi honor.
—Así es, que hará a vuestro honor provecho.
—Pues ¿cómo?
—Veréis. ¿Vos tenéis amores con una doncella llamada Isabel de Alvardino?
—¿Lo sabíais?
— Sí.
—¿Qué más?
—Pues quiero deciros que yo la tengo pedida en matrimonio para llevarla al altar, como bien pronto hacer pensaba; y hace unos días observé en ella un cambio extraño que me llenó de sospechas; dijome, que por evitar las trabas que su madre pensaba poner a nuestro amor, dejara de visitarla por la noche, limitándonos a comunicarnos por mensajes, como venimos haciendo desde hace dos días; celoso de su conducta, la dije en el mensaje que ayer la envié, que iba a pasar el día en Nambroca con el conde de Cifuentes, lo que hice para vigilarla; y este es el instante en que la descubro desde este rincón hablando con vos.
—¿Pero eso es cierto?
— Mi palabra de caballero y mi resolución de abandonarla para siempre lo atestiguan; y perdonadme si os invito a vengar vuestro honor abandonándola, que es como yo vengo el mío.
Eso es todo—añadió el incógnito personaje—, Y pensad que el honor está muy por encima del amor, como de todas esas cosas terrenas.
Dijo esto, y tras una cortés reverencia, se alejó calle adelante. D. Fernando quedó como petrificado; la horrible idea de su honor maltrecho le golpeaba en el cerebro, mientras el pensamiento de su amor, ya imposible, le hacía sangrar el corazón.
Aquella misma madrugada, D. Fernando escribió a Isabel un mensaje de dolorosa despedida, en el que figuraban muy duras recriminaciones
En tanto, Gil Gracia se disponía a meterse en la cama, despojándose del disfraz de hidalgo, que le sirvió para vengarse tan cruelmente…
VI
Cuenta la leyenda que con tan inesperado suceso, cayó la infeliz Isabel en tal postración, que todos dieron en pensar se moría.
Y así fue: que una mañana, hecha de oro, nácar y azul, dio su vida al Misterio, y escapó de estas bajas prisiones, donde aún somos nosotros pobres cautivos.
Los que la amortajaron contaban que tenía lágrimas en las pupilas muertas, que antes de llorar su Dolor lo bastante, fueron privadas por la Muerte del precioso don de las lágrimas.
VII
Un año ha transcurrido de este suceso; Gil Gracia, no está arrepentido sino gozoso de su inmunidad; y aun ha presenciado en Zocodover la ejecución de un campesino que en una jornada de dolor y hambre, mató para comer.
Es una helada noche de Noviembre; ha tiempo que las calles se llenaron de soledad y tinieblas; gimen las campanas en las viejas torres, llamando a la oración a los que aún peregrinan, por la paz de aquellos que acabaron la jornada; llueve copiosamente, y es la lluvia como un llanto inconsolable; de cuando en cuando, golpean por la lluvia las puertas de quien sabe que es mansión abandonada; es la noche de los Muertos, noche de fúnebres evocaciones y temerosos pensamientos; la comparsa que llena durante todo el año las orgías y bacanales, se pone la máscara del Dolor y reza.
En el campanario de San Justo, está Gil Gracia, intensamente pálido, vestido con un negro ropón que le cubre los pies, sobre el que emerge su cuello desnudo y macilento; parece un ajusticiado en el supremo instante.
Pendiendo de una gruesa viga hay un candil que gira, pendolea, se apaga y enciende, y tiembla a los vaivenes del viento huracanado.
¡Mala noche para los que velan solos y tienen en el alma una triste recordación!
Al subir Gil Gracia a la torre, oyó esta frase, sin duda lanzada por algún vagabundo a quien la miseria le hacía velar en la calle:
¡Mala noche para los que velan solos y tienen en el alma una triste recordación!
Oyendo esta lejana voz, sintió el sacristán un escalofrío que le heló la sangre; rápidamente subió a la torre a repicar por los que fueron; al remontar las estrechas escaleras, lo hizo sin osar mirar atrás, temeroso de alguna espantosa aparición, hija de su conciencia acusada.
Por primera vez en su vida tuvo miedo de la soledad del campanario, y sintió escalofríos de vértigo al asomarse a la ventana, debajo de la cual aparecía un abismo de sombras y tenebrosidades.
Procuró tranquilizarse, y oyendo el duelo de las campanas de la Catedral, se dispuso a secundarle, y tomando la guadaña del grueso esquilón, le hizo girar pesadamente; volteó la campana y el espacio se llenó de tristes sonoridades; pero cuando la campana inició su peligroso descenso, sucedió algo terrible, escalofriante; de la cavidad de la campana salieron dos horrorosas manos peludas unidas a unos brazos negros y hercúleos, las cuales manos cogieron de la cabellera al desalmado sacristán, giraron con la campana hacia el exterior y lo lanzaron al abismo negro e imponente.
El cuerpo agarrotado de Gil Gracia simuló en el aire un dantesco garabato.
Aquella noche las campanas de San Justo tañeron solas.
Y a la aurora, una triste y fría aurora de Noviembre, las primeras devotas hallaron el cuerpo de Gil Gracia destrozado contra las gradas del templo, tal que un pingajo abandonado por algún mendigo de los que plañían en el atrio.

Texto original: Aguilar de Mera, Leopoldo (1918): Revista de arte Toledo, número 108.
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